jueves, septiembre 22, 2005

Solemnidad en templo fracturado

Descontando las distracciones mundanas de mis visitas dominicales a misa, esporádicas, solitarias y comprometidas visitas por lo demás, trato de mantener una postura compasiva con el dolor de Dios, evidenciado carnalmente en su cruz quejumbrosa, plagada de misterio inquietante, de amargura recidivante, de paz exquisítamente humana; un misterio indescifrable, dueño de mi atención sensorial, más todavía cuando enfoco su triste mirada perdida en la nebulosa del abandono, abandono entre comillas, porque él se comporta como humano a pesar de sus certezas espirituales, dignas del reino de los cielos.
Las distracciones autoseñaladas aluden a la falta de disciplina en la introspección, refrendadas por las imagenes terrenales, casi banales, que aparecen en mí, poblando ambiguamente la secuencia de pensamientos relativos a la gracia de la eucaristía, atemorizando mis ganas de darle sentido a la palabra de Jesucristo.
Cansancio inoportuno, fatiga diabólica, tentándome al vicio de olvidar donde estoy, privándome de esa suerte lumínica (suerte destinada a blanquear mis sentimientos mancillados por el curso del tiempo, por el curso del cansancio, alterando mi estado de paz) otorgando sentido a aquél dicho... "a quién le molesta el silencio, es porque mucho ruido guarda en su interior".
Mudos sentimientos programados para perpetuar mi nihilismo cristiano.
¿Sentimientos programados por Dios?

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